05 mayo, 2013

HASTA EL MAR


Idilio en el mar - Sorolla

Me embarqué en la desesperada aventura de seguirte escribiendo, queridísima Miralles, como un acto de insolencia contra la verdad. Asumí seguir siendo quien soy, ante, por y para ti, a través de mis cartas; aquél a quien hace años conociste, un ser inquieto que lucha por mantenerse despierto, a duras penas entero, en medio de tanta fluctuación. Te dediqué la muestra más enternecida de esa pirotecnia verbal con la que me defiendo del mundo y de la que me valgo para resistir en mis coordenadas. Y te quise soñar amorosamente, bella durmiente, y te busqué donde no estabas, mientras mis ojos batían su mirada entre miles de seres atrapados por la prisa, interesados a secas en sí mismos, encarcelados en su propio pensamiento... Me perdí entre toda esa gente amurallada que no pudo conocerte y no sabe nada de ti, que jamás intuirá siquiera al ser libre que eres, Miralles. ¡Qué triste...!
Sé que cada quien es dueño de fabricar las verdades y mentiras que edifican su existencia, pero dudo que haya quien consiga experimentar algo que no sea vulnerabilidad y desasosiego construyéndose desde la reclusión. Porque percibir cuanto existe exige asomarse al mundo exterior, abandonar ese enclaustramiento condicionado por nuestra rígida manera de entender el mundo y la vida, de concebirlos. ¡Ah, la vida...! Hemingway solía decir que en la vida uno debe jugar las cartas que le han dado. Y, después de todo, pienso que él, al menos, tuvo la oportunidad de hacerlo; incluso la de decidir cuándo abandonar la partida...
Pero también te busqué entre tantos otros, a quienes he osado hablar de ti, de lo que representas para mí, Miralles. A esa gente que pasea bajo mi alféizar, y me lee y cincela a través de los riachuelos de palabras que improvisan mis desvelos y goces, mis obsesiones y mis lágrimas, a ellos y ellas, a quienes tanto debo, cuando te buscaba, lo hice: les hablé de ti.
Tal vez llevo demasiado tiempo aparentando estar cuerdo; tanto tiempo que termino por creer que realmente ya no es sólo mi pundonor, que hay una estructura que me sostiene erguido, como a un viejo y fatigado guerrero su armadura. Y ahora, mientras te escribo estas líneas, supongo que inevitablemente siempre ha sido y será así: que mantener el equilibrio es una agotadora tarea vital, propia de locos, y que la locura y la razón están separadas por un hilo tan frágil como el que limita a la vida con todo cuanto la niega. Esto es algo que ambos supimos un día, casi a la vez, y nada se nos hizo tan bruscamente real; nada, salvo la terrible e ineludible certeza de que tú, definitivamente, querida Miralles, jamás envejecerás... De que lo haré yo solo.

Anteayer contemplaba embelesado el minúsculo vértice de tierra en que el Maine encuentra al Loira y comienza a formar parte de su inmenso y bellísimo curso. Me pareció grandioso el paisaje eternamente cambiante que mi mirada registraba incansable en la quietud del otoño afianzado en una paz ocre y gris. Y me gustó repensar el viejo tópico de que nuestras vidas son como esos cauces que, inmemoriales, se fundieron para compartir el destino irrevocable que habrá de conducirlos hasta el mar. Sí, mi amantísima amiga, sé que en él nos veremos: en ese mismo mar en el que, un día lejanísimo e imposible, algo que no hemos sido capaces de imaginar osó crearnos. Espérame entretanto, mientras yo sigo mi curso, por favor. Mis ojos reclaman tu eterna sonrisa Miralles... Y quiero que sepas, y que jamás olvides, que cuando los cierro consiguen verte, aún plenos de esta luz meridiana que retiene su ardida memoria, atrapada en la belleza fluvial de las acuarelas angevinas.

 
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